25 sept 2008

Medio siglo después


Un día un joven cansado de escuchar de los estragos del tiempo y de cómo pasa tan rápido decidió hablar con él, decirle, mas bien preguntarle por que es que hace todo eso, por que le hace eso a la gente, por que roba la juventud de todo lo que toca, por que cambia al mundo sin consideración alguna. Tomó una silla cómoda, la colocó debajo del árbol más frondoso que encontró y se sentó a esperarlo, seguro de que alguna vez tendría que pasar por allí, cosa que las hojas amarillas aseguraban. Pasaron días, meses e incluso años, pero nada, ni un solo rastro del tiempo, pero el joven terco no quiso moverse de allí ni por un momento. Tiempo después un viajero errante pasó por casualidad por aquel pueblo, en el lugar donde se erguía un inmenso árbol, que como podía observarse tenía varias décadas encima, lo observo detenidamente, escrutando la punta lejana que se perdía entre los rayos del sol, y llegando hasta el inmenso tronco de hierro, que se aferraba fuertemente a la tierra queriendo durar por muchos años más. No se había percatado que justo en su base había un anciano sentado en una silla, mirando atentamente al horizonte con unos ojos que relataban más de alguna historia, el joven intrigado se acerco a aquel hombre, le daba curiosidad que es lo que hacía alguien sentado ahí.
-Buenas tardes caballero, si me permite saber, ¿que es lo que hace alguien sentado aquí en este recodo olvidado del mundo, sin mas compañía que una vieja higuera?- El anciano, que se percató por primera vez de la presencia de aquel otro hombre, pareció salir de un trance profundo y por primera vez en muchos años abrió la boca para hablar
- ¿Acaso a dicho usted una vieja higuera?- dijo con su voz de anciano.
-Si no me equivoco creo que así es, a mi parecer tiene más de 50 años- el anciano se levanto trabajosamente de la silla y volteó a ver el inmenso árbol que tenía tras de sí.
- ¡Desgraciado, pasó justo detrás de mí y nunca lo vi!- refunfuñó el anciano al ver la higuera.
- ¿de que habla usted señor?-
-del tiempo, ¡del maldito tiempo!, llevo años esperándolo pero no he visto ni un rastro de él, y ahora esto- señala con su anciano dedo la higuera- ¡solo se burla de mí!-
- ¿Y cuanto es que lleva usted esperándolo?- le dijo el viajero.
El anciano descuidó entonces por un momento su ininterrumpida espera del tiempo, y observó sus arrugadas y viejas manos, enmudeció por un momento y después desfalleciendo en su silla se puso a llorar, había comprendido lo que en su juventud nunca quiso ver, y ahora, cincuenta años después, era demasiado tarde. Tomó una pequeña hoja amarilla del suelo y la miró como quien mira a su hijo por primera vez, la acurrucó delicadamente en su pecho y cerró los ojos, había encontrado lo que siempre había buscado. Se levantó de la silla con un ánimo renovado y se dirigió hacia donde estaba el viajero, tomó su mano, donde colocó delicadamente aquella pequeña hoja amarillenta, sonrió, y con una infinita paz le dijo:
-Amigo mío, espero de todo corazón que entiendas lo que a mí me ha tomado tanto tiempo descubrir, todo gracias a esta pequeña hoja- abrazó al hombre y así sin más, partió hacia ese horizonte, el mismo que había visto pasar por más de cincuenta años.